Este alegato que en su propia defensa personal hace Howard Roark en la novela el Manantial de Ayn Rand y que,
posteriormente, fue llevada al cine con Gary Cooper como Howard, representa una
chispa en el inicio de todo un camino iniciático en la búsqueda de la propia
moral personal, la única posible, por cierto y que cada párrafo es como una
losa, como un principio que a poco que uno sea capaz de pensar con auténtica
objetividad te pone en el camino de toda una filosofía de la vida, una
filosofía de la felicidad.
Todas las imágenes adjuntas, realizadas por mí, están basadas en la película citada.
Miles de años atrás,
un gran hombre descubrió cómo hacer fuego. Probablemente fue quemado en la
misma estaca que había enseñado a encender a sus hermanos. Seguramente se le
considero un maldito que había pactado con el demonio. Pero, desde entonces,
los hombres tuvieron fuego para calentarse, para cocinar, para iluminar sus
cuevas. Les dejó un legado inconcebible para ellos y alejó la oscuridad de la
Tierra. Siglos más tarde un gran hombre inventó la rueda. Probablemente fue
atormentado en el mismo aparato que había enseñado a construir a sus hermanos.
Seguramente se le consideró un trasgresor que se había aventurado por
territorios prohibidos. Pero desde entonces los hombres pudieron viajar más
allá de cualquier horizonte. Les dejó un legado inconcebible para ellos y abrió
los caminos del mundo.
Ese gran hombre, el
rebelde, está en el primer capítulo de cada leyenda que la humanidad ha
registrado desde sus comienzos. Prometeo fue encadenado a una roca y allí
devorado por los buitres, porqué robó el fuego a los dioses. Adán fue condenado
al sufrimiento porque comió del fruto del árbol del conocimiento. Cualquiera
sea la leyenda, en alguna parte en las sombras de su memoria, la humanidad sabe
que su gloria comenzó con un gran hombre y que ese héroe pagó por su valentía.
A lo largo de los
siglos ha habido hombres que han dado pasos en caminos nuevos sin más armas que
su propia visión. Sus fines diferían, pero todos ellos tenían esto en común: su
paso fue el primero, su camino fue nuevo, su visión fue trascendente y la
respuesta recibida fue el odio. Los grandes creadores, pensadores, artistas,
científicos, inventores, enfrentaron solos a los hombres de su época. Todo
nuevo pensamiento fue rechazado. Toda nueva invención fue rechazada. Toda gran
invención fue condenada. El primer motor fue considerado absurdo. El avión
imposible. El telar mecánico, un mal. A la anestesia se la juzgó pecaminosa.
Sin embargo, los visionarios siguieron adelante. Lucharon, sufrieron y pagaron
por su grandeza. Pero vencieron.
Ningún creador estuvo
impulsado por el deseo de servir a sus hermanos, porque sus hermanos rechazaron
siempre el regalo que les ofrecía, ya que ese regalo destruía la rutina
perezosa de sus vidas. Su único móvil fue su verdad. Su propia verdad y su
propio trabajo para concretarla a su manera: una sinfonía, un libro, una
máquina, una filosofía, un aeroplano o un edificio; eso era su meta y su vida.
No aquellos que escuchaban, leían, trabajaban, creían, volaban o habitaban lo
que él realizaba. La creación, no sus usuarios. La creación, no los beneficios
que otros recibían de ella. La creación que daba forma a su verdad. Él sostuvo
su verdad por encima de todo y contra todos.
Su visión, su fuerza,
su valor, provenían de su espíritu. El espíritu de un hombre es, sin embargo,
su ego, esa entidad que constituye su conciencia. Pensar, sentir, juzgar, obrar
son funciones del ego.
Los creadores no son
altruistas. Ese es todo el secreto de su poder. Son autosuficientes, auto
inspirados, auto generados. Una causa primigenia, una fuente de energía, una
fuerza vital, un primer motor original. El creador no atiende a nada ni a
nadie. Vive para sí mismo.
Y solamente viviendo
para sí mismo, el creador ha sido capaz de realizar esas cosas que son la
gloria de la humanidad. Tal es la naturaleza de la creación.
El hombre no puede
sobrevivir, salvo mediante su propia mente. Llega desarmado a la Tierra. Su
cerebro es su única arma. Los animales obtienen el alimento por la fuerza. El
hombre no tiene garras, ni colmillos, ni cuernos, ni gran fuerza muscular. Debe
cultivar su alimento o cazarlo. Para cultivar, necesita un proceso de su
pensamiento. Para cazar, necesita armas y para hacer armas necesita de un
proceso de pensamiento. Desde la necesidad más simple hasta la más alta
abstracción religiosa, desde la rueda hasta el rascacielos, todo lo que somos y
todo lo que tenemos procede de un solo atributo del hombre: la función de su
mente razonadora.
Pero la mente es una
propiedad individual. No existe tal cosa como un cerebro colectivo. No hay tal
cosa como un pensamiento colectivo. Un acuerdo realizado por un grupo de
hombres es sólo una negociación de principios o un promedio de muchos
pensamientos individuales. Es una consecuencia secundaria. El acto primordial,
el proceso de la razón, debe ser realizado por cada persona. Podemos dividir
una comida entre muchos, pero no podemos digerirla con un estómago colectivo.
Nadie puede usar sus pulmones para respirar por otro. Nadie puede usar su
cerebro para pensar por otro. Todas las funciones del cuerpo y del espíritu son
personales. No pueden ser compartidas ni transferidas. Heredamos los productos
del pensamiento de otros. Heredamos la rueda. Hicimos un carro. El carro se
transformó en automóvil. El automóvil ha llegado a ser un avión.
Pero a lo largo del
proceso, aquello que recibimos de los demás es el producto final de su
pensamiento. La fuerza que lo impulsa es la facultad creativa que toma ese
producto como un material, lo usa y origina el siguiente paso. Esta facultad
creativa no puede ser dada ni recibida, compartida, ni concedida en préstamo.
Pertenece a un ser único y singular. Aquello que se crea es propiedad de su
creador. Las personas aprenden una de otra, pero todo aprendizaje es solamente
un intercambio de material. Nadie puede darle a otro la capacidad de pensar.
Sin embargo, esa capacidad es nuestro único medio de supervivencia.
Nada nos es dado en la
Tierra. Todo lo que necesitamos debe ser producido. Y aquí el ser humano
afronta su alternativa básica, la de que puede sobrevivir en sólo una de dos
formas: por el trabajo autónomo de su propia mente, o como un parásito
alimentado por las mentes de los demás. El creador es original. El parásito es
dependiente. El creador enfrenta la naturaleza a solas. El parásito enfrenta la
naturaleza a través de un intermediario.
El interés del creador
es conquistar la naturaleza. El interés del parásito es conquistar a los
hombres.
El creador vive para
su trabajo. No necesita de otros hombres. Su fin esencial está en sí mismo. El
parásito vive de otros. Necesita de los demás. Los demás se convierten en su
motivo principal
La necesidad básica
del creador es la independencia. La mente que razona no puede trabajar bajo
ninguna forma de coerción. No puede ser sometida, sacrificada o subordinada a
ninguna consideración, cualquiera sea esta. Exige una independencia total en su
función y en su móvil. Para un creador todas las relaciones con los hombres son
secundarias.
La necesidad básica
del parásito es asegurar sus vínculos con los hombres para que lo alimenten.
Coloca las relaciones en primer lugar. Declara que el hombre existe para servir
a los demás. Predica el altruismo.
El altruismo es la
doctrina que exige que el hombre viva para los demás y coloque a los otros
sobre sí mismo.
Pero nadie puede vivir
para otro. No puede compartir su espíritu, como no puede compartir su cuerpo.
El parásito se vale del altruismo como arma de explotación e invierte los
principios morales del género humano. Les enseña a los hombres preceptos para destruir
al creativo. Les enseña que la dependencia es una virtud.
Quien intenta vivir
para los demás es un dependiente. Es un parásito en su motivación y hace
parásitos a quienes sirve. La relación no produce más que una mutua corrupción.
Es imposible conceptualmente. Lo que más se aproxima a ello en la realidad –el
hombre que vive para servir a otros- es el esclavo. Si la esclavitud física es
repulsiva, ¿cuánto más repulsivo es el servilismo del espíritu? El esclavo
conquistado tiene un vestigio de honor, tiene el mérito de haber resistido y de
considerar que su condición es mala. Pero aquel que se esclaviza
voluntariamente, en nombre del amor, es la más baja de las criaturas. Degrada
la dignidad humana y degrada el concepto de amor. Esta es la esencia del altruismo.
A los hombres se les
ha enseñado que la virtud más alta no es crear, sino dar. Sin embargo, no se
puede dar lo que no ha sido creado. La creación es anterior a la distribución,
pues, de lo contrario, no habría nada que distribuir. La necesidad de un
creador es previa a la de un beneficiario. No obstante, se nos ha enseñado a
admirar al parásito que distribuye como regalos lo que no ha producido.
Elogiamos un acto de caridad. Nos encogemos de hombros ante un acto de
realización.
Se nos ha enseñado que
la primera preocupación debe consistir en aliviar el sufrimiento de los demás.
Pero el sufrimiento es una enfermedad. Si uno se la encuentra, intenta dar
consuelo y asistencia. Hacer de eso el más alto testimonio de virtud es
considerar al sufrimiento como lo más importante de la vida. Entonces el hombre
debe desear ver sufrir a los demás para poder ser virtuoso. Tal es la
naturaleza del altruismo. El creador no tiene interés en la enfermedad, sino en
la vida. Sin embargo, la obra de los creadores ha eliminado una enfermedad tras
otra, en el cuerpo y en el espíritu humanos, y ha producido más alivio para el
sufrimiento que lo que cualquier altruista pueda jamás concebir.
Se nos ha enseñado que
es una virtud estar de acuerdo con los otros. Mas el creador es alguien que
disiente. Se nos ha enseñado que es una virtud nadar con la corriente. Pero el
creador nada contra la corriente. Se nos ha enseñado que estar juntos
constituye una virtud. Pero el creador está solo.
Se nos ha enseñado que
el ego es sinónimo de mal y el altruismo el ideal de la virtud. Pero mientras
el creador es egoísta e inteligente, el altruista es un imbécil que no piensa,
no siente, no juzga, no actúa. Esas son funciones del ego.
En esto la reversión
de los valores básicos es más mortífera. Toda virtud ha sido pervertida y al
hombre no se le ha dejado libertad alguna. Como polos del bien y del mal, se le
ofrecieron dos concepciones: altruismo y egoísmo. El altruismo se define como
el sacrificio del yo por los otros. El egoísmo, como el sacrificio de los otros
por el yo….. Esto ató al hombre irrevocablemente a otros hombres y no le dejó
más que una elección de dolor: su propio dolor en aras del bien de los demás, o
el dolor de los demás en aras de su propio bien. Cuando se agregó la monstruosa
idea de que el hombre debe encontrar felicidad en el sacrificio, la trampa
quedó sellada. El hombre se vio forzado a aceptar el masoquismo como su ideal,
con el sadismo como alternativa. Este es el fraude más terrible que se ha
perpetrado en contra de la humanidad.
Este es el sacrificio
por el cual la dependencia y el sufrimiento se perpetuaron como los fundamentos
de la vida.
No se trata de elegir
entre el auto sacrificio y dominación, sino entre independencia y dependencia.
El código del creador o el código del parásito. Esta es la cuestión básica,
cuestión que descansa sobre la opción de la vida o la muerte. El código del
creador está construido sobre las necesidades de la mente que razona y que
permite al hombre sobrevivir. El código del parásito está construido sobre las
necesidades de una mente incapaz de sobrevivir. Todo lo que procede del ego
independiente es bueno. Todo lo que procede del parásito dependiente es malo.
El verdadero egoísta
no es quien sacrifica a los demás. Es el que no tiene necesidad de usar a los
demás de ninguna forma. No obra por medio de ellos. No está interesado en ellos
en ningún aspecto fundamental. Ni en su objeto, ni es su móvil, ni en su
pensamiento, ni en su deseo, ni en la fuente de su energía. El verdadero egoísta
no vive para ninguna otra persona y no le pide a nadie que viva para él. Esta
es la única forma de fraternidad y de respeto mutuo posible entre los seres
humanos.
Los grados de
capacidad varían, pero el principio básico es siempre el mismo: la medida de la
independencia de alguien, su iniciativa y su amor por su trabajo determinan su
talento y su valor. La independencia es la regla para evaluar la virtud y el
valor humano. Lo que vale es lo que el hombre es y hace de sí mismo, no lo que
haya o no haya hecho por los demás. No hay sustitutos para la dignidad
personal. No hay más parámetro de la dignidad personal que la independencia.
En las relaciones
adecuadas no hay sacrificio de nadie hacia nadie. Un arquitecto necesita
clientes, pero no subordina su obra a los deseos de ellos. Ellos lo necesitan,
pero no le encargan una casa sólo para darle trabajo. Las personas comercian
por libre y mutuo consentimiento, y en beneficio mutuo, cuando sus intereses
coinciden y ambos desean el intercambio. Si alguno no lo desea, no está
obligado a tratar con el otro, entonces ambos siguen buscando. Esta es la única
forma posible de relación entre iguales. Cualquier otra es una relación de
esclavo y amo, de víctima y verdugo.
Ningún trabajo se hace
colectivamente por la decisión de una mayoría. Todo trabajo creativo se realiza
bajo la guía de un único pensamiento individual. Un arquitecto necesita muchos
hombres para levantar un edificio, pero no les pide que sometan a votación su
diseño. Trabajan juntos por libre acuerdo y cada uno es libre en su función
respectiva. Un arquitecto emplea acero, cristal y cemento que otros han
producido. Pero esos materiales siguen siendo sólo acero, cristal y cemento
hasta que él los utiliza. Lo que él hace con ellos es su producto y su propiedad
como individuo. Esta es la única forma de cooperación entre los hombres.
El primer derecho en
la Tierra es el derecho al ego. El primer deber del hombre es para consigo
mismo. Su ley moral consiste en nunca hacer de los demás su objetivo principal.
Su obligación moral es hacer lo que él desee, siempre que su deseo no dependa primordialmente
de los demás. Esto incluye las acciones del creador, el pensador y el verdadero
trabajador. Pero no incluye las del gángster, el altruista y el dictador.
Una persona piensa y
trabaja sola. Pero no puede robar, explotar ni gobernar sola. El robo, la
explotación y el gobierno presuponen la existencia de víctimas. Implican
dependencia. Corresponden a la jurisdicción del parásito.
Los que gobiernan no
son egoístas. No crean nada. Existen, enteramente, a través de los demás. Su
fin está en sus súbditos, en la actividad de esclavizar. Son tan dependientes
como el mendigo, el trabajador social o el bandido. La forma de dependencia
carece de importancia.
Pero se nos ha
enseñado a considerar a los parásitos, tiranos, emperadores y dictadores, como
los exponentes del egoísmo. Mediante este fraude fuimos obligados a destruir al
ego, a nosotros mismos y a los demás. El propósito del fraude fue destruir a
los creadores, o someterlos, que es lo mismo.
Desde el principio de
la historia, los dos antagonistas han estado frente a frente: el creador y el
parásito. Cuando el antiguo creador inventó la rueda, el antiguo parásito respondió
inventando el altruismo.
El creador, negado,
combatido, perseguido, explotado, continuó, siguió adelante y guió a toda la
humanidad con su energía. El parásito no contribuyó en nada, más allá de los
obstáculos. La contienda tiene otro nombre: lo individual contra lo colectivo.
El bien común de una
colectividad, una raza, una clase, un Estado, ha sido la pretensión y la
justificación de toda tiranía que se haya establecido sobre los hombres. Los
mayores horrores de la historia han sido cometidos en nombre de móviles
altruistas. ¿Acaso alguna vez algún acto de generosidad altruista ha igualado a
todas las carnicerías perpetradas por los discípulos del altruismo? ¿El defecto
reside en la hipocresía humana, o en la naturaleza del principio? Los
carniceros más temibles han sido los más sinceros. Creían en la sociedad
perfecta alcanzada mediante la guillotina y el pelotón de fusilamiento. Nadie
cuestionó su derecho a asesinar, porque asesinaban con un propósito altruista.
Se aceptó que el hombre debe ser sacrificado por otros hombres. Cambian los
actores, pero el curso de la tragedia se mantiene idéntico: un humanitario que
empieza con declaraciones de amor hacia la humanidad y termina con un mar de
sangre. Continúa y continuará mientras los hombres crean que una acción es
buena si no es egoísta. Eso permite que el altruista actúe y obliga a su
víctima a soportarlo. Los líderes de los movimientos colectivistas no piden
nada para sí mismos pero miren los resultados.
Ayn Rand
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